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La mañana de domingo comienza en Salamanca, dando vueltas en redondo por la plaza mayor y de la mano de Coetzee. La Vida y época de Michael K. tiene la capacidad de conmocionarte y producir dolor y empatía desde el comienzo del relato. «A veces el único ruido que oía era el roce de sus pantalones. De un horizonte a otro el campo estaba desierto. Subió una colina y se tumbó de espaldas escuchando el silencio, sintiendo el calor del sol calarle los huesos. (…) Podría vivir aquí siempre, pensó, o al menos hasta que me muera. No pasaría nada, todos los días serían iguales, no habría nada que contar. La ansiedad que había experimentado en la carretera empezó a abandonarle. A veces, cuando caminaba, no sabía si estaba dormido o despierto. Comprendía por qué algunos se habían retirado a este lugar y se habían cercado de kilómetros y kilómetros de silencio; comprendía por qué algunos habían querido legar en perpetuidad el privilegio de tanto silencio a sus hijos y nietos (aunque no estaba seguro de con qué derecho); se preguntaba si no habría rincones olvidados, cuevas y pasillos entre las cercas, una tierra que no perteneciera todavía a nadie. Si pudiera volar lo suficientemente alto, pensó, podría verlo.» Esa es otra de las cosas que buscaré en el camino: rincones olvidados, una tierra que no pertenece todavía a nadie, o nos pertenecerá a todos.